“Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y no hay verdad en nosotros; pero si confesamos nuestros pecados, podemos confiar en que Dios, que es justo, nos perdonará nuestros pecados y nos limpiará de toda maldad.”
(1 Juan 1:8-9)
Tres declaraciones simples pero poderosas:
- Si digo que no tengo pecado, me engaño a mí mismo, y no hay verdad en mí.
- Si confieso mis pecados, puedo estar confiado, esperando de un Dios justo el anhelado perdón.
- El mismo que me perdona tiene poder para “limpiar”, poder para limpiarme de toda mi maldad.
Tres verdades fundamentales y sencillas a la vez, claras como el agua, sin dobleces y directas. Porción pequeña de legislación divina que ordena, no la vida de un país o una institución, sino que rige en el plano espiritual, ordenando acciones concretas que restablecen el vínculo más importante y determinante un que un ser humano puede tener, su vínculo con el Creador.
Grafican un camino llano a ser recorrido, se parte como pecador, se arriba a destino justificado (acepto a Dios). Se inicia sucio y manchado de pecado, se termina limpio de toda maldad.
Esto no siempre fue así. No siempre hubo un camino llano y directo, abierto y sencillo. Desde la caída (de Adán y Eva) el camino se iniciaba sin posibilidad de poder llegar a destino. Un abismo infranqueable nos impedía continuar, una fosa sin fin nos separaba del resto del camino, oscuridad y desolación, rechazo y rebelión, expresiones del desprecio humano hacia un Dios en quién elegimos no confiar.
Los pactos hechos por Dios con su pueblo modificaron el paisaje, los israelitas comenzaron a vislumbrar un camino distinto, camino provisorio e intrincado, manchado de sangre de sacrificios expiatorios. Sobre el abismo se proyectaba una especie de puente hacia el otro lado, puente precario, puente para uno (el sacerdote) que lograba acceder al lugar santísimo (a la presencia de Dios mismo), pero sólo por un momento, una vez al año. Este modelo solo prefiguraba un camino más perfecto, de sacrificio único, que cerraba para siempre el abismo y que podía limpiarnos de una vez y para siempre.
El camino llano y directo de la gracia es mérito de la sangre de Jesucristo, varón perfecto, libre de pecado y dispuesto a darlo todo. Su sacrificio fue único, no sólo porque nunca hubo sacrificio tal en la historia de la humanidad, sino porque fue hecho una sola vez y para siempre. Su muerte en la cruz fue el precio pagado para que los versos de arriba sean posibles hoy en tu vida y en la mía.
No fue fácil para el Padre entregar a su Hijo, y no fue fácil para el Hijo beber esa copa amarga, pero su meta fue clara desde el principio de los tiempos, no iba a abandonarnos del otro lado del abismo.
Cuánto nos cuesta a veces reconocer nuestras faltas, con qué ligereza accedemos al engaño propio y a terceros con tal de no vernos avergonzados, con tal de lograr lo que consideramos nos corresponde por derecho propio. Cuántas veces nos encontramos planificando nuestros propios atajos antes de dar acogida a la oferta divina.
La muerte de Cristo nos provee salvación, vida eterna, el privilegio de ser llamados hijos. Éste es un evento único e irreversible en la vida del creyente. La misma cruz que nos salvó, la misma sangre que nos rescató es la que ha allanado nuestro camino de reconciliación cuando al transitar la vida nos volvemos a manchar y ensuciar con el pecado que aún tiene poder en nuestra vida.
Si te has alejado de Dios, si tu vida de creyente no difiere de la de los incrédulos, si la mentira se ha vuelto un recurso natural de tu día a día, si el mundo no puede descubrir a Cristo en tus acciones, si tus palabras destruyen y lastiman, debes saber que el abismo ha desaparecido. Preséntate humillado delante de tu Dios, confiesa tu pecado delante de él, ya no te engañes, más bien confía en la obra de Cristo hecha en tu favor, deja el pecado y decídete a vivir para aquél que murió por ti. Él es justo para perdonar y para limpiarte una vez más.
Entender y dimensionar nos ayuda a valorar. Reflexionar y dejarnos guiar por el Espíritu nos lleva a actuar. Que aquel que comenzó a hacer la buena obra en ti, la complete hasta el fin.
“Estoy seguro de que Dios, que comenzó a hacer su buena obra en ustedes, la irá llevando a buen fin hasta el día en que Jesucristo regrese.”
(Filipenses 1:6)
“Jehová cumplirá su propósito en mí;
Tu misericordia, oh Jehová, es para siempre;
No desampares la obra de tus manos.”
(Salmo 138:8)
“Yo soy el camino, la verdad y la vida, nadie viene al Padre sino por mí.”
(Juan 14:6)